Aquel invierno de 1870 fue muy crudo en España. Navidades cubiertas de nieve. Entonces las nevadas eran monumentales al no existir radiación de calor como ocurre en la actualidad.
Y aquella noche, el Presidente del Gobierno se preparaba para ir al Ministerio y despachar algunos asuntos pendientes. Había recibido tres asnónimos amenazadores, en el último de los cuales le advertían que su fin estaba próximo. Por consejo de su esposa Doña Francisca Agüero, dama mejicana, que estaba muy asustada, se había puesto una cota de malla (los chalecos antibalas de aquellos tiempos) bajo la ropa.
El no lo tomó muy en serio, acostumbrado a tener "baraka" como le decían los norteafricanos cuando estuvo en la campaña de Marruecos. "No se ha fundido aún la bala que pueda matarme", acostumbraba decir. En los combates, y tuvo muchos, fue siempre a la cabeza sin preocuparle las balas que silbaban a su alrededor. Otra de sus frases era: "La bala que silba es que ha pasado".
Pero aquella noche no le cuenta a su esposa que tiene un mal presentimiento. Uno de sus buenos amigos, D. Bernardo García, Director del periódico "La Discusión" junto con otro de sus amigos, Ricrdo Muñiz con quien acababa de cenar sn el Ministerio, le habían advertido que existía una conjuración contra él.
Así pues, aquella tarde, se dirige hacia el Palacio de las Cortes. La sesión del Congreso duró hasta la noche de los cortos días invernales. Terminada su jornada, se disponía a regresar a su casa que era el propio Palacio del Ministerio de la Guerra.
Se le acercó un Diputado republicano, el Sr. García López que en voz baja le aconsejó que variara su ruta habitual. Se acercaron en esos momentos Sagasta y Herrero de Tejada que conversaron brevemente con él. Fuera, en la calle, nevaba intensamente. El coche de caballos del General esperaba en la puerta de Congreso, en la calle de Floridablanca.
Cuando se acercaba a la salida, estaba el Diputado Paul y Angulo calentándose en una estufa cerca de la salida para quitarse el frío. Este Paúl y Angulo, alcohólico y depravado, había sido en tiempos muy amigo de Prim, pero ahora era su mayor enemigo. Era periodista y atacaba al General continuamente por el periódico "El Combate" incluso en uno de sus artículo había escrito: "Hay que matarle como a un perro".
El General, a sabiendas de que aquel hombre le odiaba, le dijo cordialmente: "¿Por qué no viene con nosotros a Cartagena para recibir al nuevo Rey?".
Paul y Angulo le miró con odio reconcentrado reflejado en sus ojos y en todo su rostro picado de viruelas que contrajo durante su permanencia en la cárcel de Jerez y esclamó: "Mi General, a cada uno le llega su San Martín".
En aquel momento se levantó un tal Montesinos que formaba parte del grupo republicano de las Cortes que dirigía Paul y Angulo y que estaba con éste calentándose en la Portería del Congreso y se dirigió sin decir palabra hacia la calle del Sordo (hoy calle de Zorrilla).
Al General le acompañaban sus dos ayudantes, Moya y González Nandín que subieron con él al coche. Eran las 7:30 p.m. A pesar de las advertencias Prim siguio su ruta acostumbrada. Es notable que no hubiese un solo policía, de los que tenía para su seguridad, en todo el trayecto. De la calle del Sordo entraron en la calle del Turco (hoy llamada Marqués de Cubas), y cuando iba a salir a la calle de Alcalá donde desemboca, vió el conductor que había dos coches que obstruían el paso, lo que le obligó a detenerse.
De pronto, como si saliesen de las sombras, surgieron dos grupos de hombres cubiertos con largas capas y armado con trabucos que se situaron a ambos lados del coche de Prim. González Nandín que se había dado cuenta de lo que se les venía encima, avisó a Prim: "¡Mi General, tenga cuidado!". Por su parte, el ayudante Moya gritó: "Mi General, nos hacen fuego!"
Sonaron unos vidrios rotos de una de las portezuelas que quedó rota y una boca de fuego amenazadora disparó a quemarropa sobre el General Prim. Había tres hombres por cada lado, y Prim y su gente oyeron una voz que venía del grupo de la derecha, una voz ronca, inconfundible, que Prim reconoció muy bien. Esra voz gritó en la obscuridad: "¡Fuego, puñeta, fuego!". Los asesinos obedecieron y descargaron sus trabucos. La misma voz, gritó: "¡Ahora vosotros!". Otro de ellos exclamó: ¡"Prepárate, vas a morir!".
Esta vez y aunque ante la advertencia de sus ayudantes, Prim se había replegado en su asiento como buscando protección, la nueva descarga hirió al General en el hombro, en el brazo izquierdo y en la mano derecha. Los asesinos habían disparado ocho tiros a quemarropa, tanto es así que Prim tenía los granos de pólvora clavados en su carne, el típico tatuaje de los disparos hechos muy de cerca.
Al ver lo que estaba sucediendo, el conductor había lanzado los caballos contra el obstáculo, derribando a uno de los coches de alquiler que habían traído los asesinos. Atravesó la barrera, dirigiéndose (cruzando la calle de Alcalá) hasta la calle de Barquillo por donde tenía la puerta el Ministerio de la Guerra (Palacio de Buenavista)(x).
Mientras tanto, los asesinos habían huído hacia el Paseo del Prado, donde tenían caballos preparados, huyendo en ellos.
Prim, desangrándose tuvo aún entereza para subir las escaleras que conducían a su vivienda, agarrándose con la mano herida al pasamanos y dejando un reguero de sangre a su paso. Su esposa, que oyó algo en el silencio de la noche, llena de ansiedad, salió a su paso. Moya y González Nandín que habían salido levemente heridos, le acompañaban. Nandín había sufrido una herida más seria en la mano derecha.
Tendieron al General en su cama y avisaron con urgencia a un médico. Llegaron enseguida el Dr. Vicente y el Dr. Losada que hizo una cura más radical. "¡Veo la muerte!" exclamó Prim cuando le preguntó el médico cómo se sentía.
Las heridas no eran realmente tan graves. Hoy día Prim hubiera curado, pero dos días después comenzó una infección con temperatura elevada y delirio. El General había dicho a sus ayudantes: "¡Aquella voz que ordenó disparar, aquellas voz era sin duda la de Paúl y Angulo!"
Los dos médicos que le veían llamaron en consulta al eminente Dr. Federico Rubio, que vino acompañado por el Diputado D. Ricardo Muñiz, gran amigo de Prim. El Regente y los Ministros habían acudido en cuanto se enteraron del atentado y pasaron la noche velando al herido.
Los comunicados de prensa, mucha veces contradictorios, señalaban que los proyectiles habían sido extraídos por los médicos y añadían que no había complicaciones. "El Imparcial" decía que Prim había recibido 8 balazos en el hombro de los cuales habían sido extraídos siete. Hubo que amputarle parte de un dedo y seguramente perdería otro dedo.
El Almirante Topete se había hecho cargo del Ministerio de Estado y el de Guerra con la Presidencia y el Sr. Ayala del Ministerio de Ultramar.
Al día siguiente le fue levantada la cura al herido asegurando los comunicados de prensa que el estado del herido era satisfactorio.
Cuando vieron el coche de Prim, que hoy día se conserva en el Museo del Ejército, observaron que tenía hasta 15 orificios y en el gabán que vestía Prim, hasta 12 agujeros. Seguramente la cota de malla debió
detener mucha metralla. Sin embargo, la agencia de noticias FABRA
anunciaba el 30 de diciembre de 1871 que el estado del General Prim se había agravado y poco después: "El General Prim ha fallecido esta noche".
Antes de morir, el Presidente había dicho a su amigo Montero Ríos con voz débil: "Me cuesta la vida pero queda el Monarca".
"¿Qué día es hoy?" preguntó con voz desfallecida el ilustre político.
"Treinta", le contestó su amigo.
"¡"Treinta...! Y el Rey llega y yo me muero... ¡Viva el Rey!".
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